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Colección Testimonio
Colección Ensayo
Colección Andrómeda
Esta colección se destina a publicar obras de autores locales, nacionales e internacionales.
La sonrisa de las hienas reúne once relatos de Federico Ferroggiaro que abarcan diez años de su producción, de 2012 a 2022, y que han formado una logia en este volumen por un aura, un rasgo en común que los vincula, de diversas maneras, con lo extraño, lo perverso, lo obsesivo o aquello que, sin entrar en teorizaciones, podríamos denominar lo fantástico o la realidad distorsionada.
Apelando a distintas formas, narradores y puntos de vista, cada uno de los once nos lleva a la encrucijada de caminos diferentes y atrapantes, a mundos que nos resultan familiares o a otros que se presentan ligeramente alterados. Ya sea colándose en los trasfondos de la política, como envolviéndonos con voces que narran viajes, amores o miedos que nos asaltan, se asoman en ellos los conflictos que marcan la condición humana.
Quienes ya han leído cuentos de Ferroggiaro pueden estar tranquilos porque, como es habitual, están garantizadas en estas páginas la fe en los argumentos, el trabajo con el lenguaje y la búsqueda de aunar en cada texto historia, estilo y trama.
De cada uno de los bichos que limpiás a diario, si hacés el mínimo intento de trazar una genealogía, aparecen las horrendas circunstancias de su muerte, dice Carranza, uno de los personajes de Taxidermia. Esta novela, que Carolina Musa construye alrededor de un hecho real (el incendio del Museo de Ciencias Naturales de la ciudad de Rosario, el 1° de julio de 2003), se convierte, mucho antes de que el lector lo advierta, en el terreno que habilita el rastreo de esa genealogía.
Un estudiante que no estudió, una empleada que no zafa de su madre, un hermano que roba las hectáreas de la familia y el taxidermista que dirige el Museo moverán la trama entre el policial, el absurdo y la distopía retroactiva que incluye contactos con alienígenas, exposiciones de híbridos y fetos enlatados.
La linealidad del lenguaje estalla en caligramas, poemas visuales, alteraciones de la tipografía como los vidrios del museo en la escena final: la escritura de Musa hurga sin mediaciones ni preámbulos en la subjetividad de los personajes que saltan de la palabra al sueño y de la acción al deseo sin escalas.
Volver es la ilusión de quien ama o de quien recuerda que amaba mucho algo. Dicen que no hay que regresar al lugar donde se fue feliz, pero donde no lo fuimos ¿será necesario volver para cambiarlo? ¿Se puede poner en otro lugar el dolor?
Ignacio Llanes con oraciones breves y furiosas deja sus heridas en el texto, las palabras son flechas que se incrustan agudas para marcar la tensión. Sus personajes se reinventan en esa incomodidad, vuelven al dolor que los destruye para construir su propio universo, este que dice: somos humanes porque podemos entrar en aquello que nos descarna.
Los cuentos de este libro no escatiman en esa generosidad, nos ofrecen ese bálsamo: la esperanza de poder poner nuestros dolores en otras heridas.
Dentro de la inquietud provocada por el mutismo se alzan momentos a la deriva captados por autores como Lautaro Vincon, que bucea en zonas abisales, se interna en el eco de lo indecible en pos de una frecuencia a punto de disiparse y, nutriéndose de todo lo que vaga fuera del plano fotográfico, revela las diapositivas del espacio entre las cosas. En los diez cuentos que componen Todo es mejor sin nosotros, sus criaturas están perdidas pero ignoran que correrse del camino trazado es otra manera de encontrar y de encontrarse; son padres y madres, hijos e hijas, parejas o seres solitarios refugiados en el extrañamiento, propensos a desgarrar el velo de la realidad igual que fantasmas narrando sus propias historias en un ciclo interminable: buscan trabajos, reciben peligrosas visitas durante la siesta, se inmiscuyen en fiestas al costado de la ruta, planean venganzas y enfrentan el Fin para hallar la alternativa a un mundo desprovisto de nuevas oportunidades.
La mansa brutalidad del mundo nos sumerge en la locura y la perversión, la rabia y el miedo, la culpa y el deseo, la redención y la venganza: sentimientos encontrados y salvajes tan familiares en la escritura de Liliana Díaz Mindurry. Si bien no se trata en sentido estricto de una novela de terror, el terror nos atraviesa y no nos suelta. “Algo había en el aire, y no es que no se sintiera: se sentía perfectamente, un aire de traición”. Leemos con temor y temblamos ante las palabras que nos atrapan en su red. Palabras de horror, pero también palabras con la potencia poética que despliega Mindurry en toda su escritura. Tiempos y lugares que se temen y que al mismo tiempo se intentan recuperar. Así que quien lee no puede más que dejarse arrastrar por la voz seductora que, intuimos, nos llevará hacia nuestra propia perdición.
Elena Bossi.
Evidencio Triputti nace y trabaja en Rosario; y en el Pasaje Francés pone su nueva agencia de investigaciones, junto con Daniel y Rogelio Salmona. Es un hombre mayor, decidido a meterse donde no lo llaman y también a no dejar que su vida sea demasiado tranquila. Rencores viejos y el alerta de un amigo, el Comisario Vignoli lo hacen emigrar por un tiempo desde Rosario hacia Casilda. Oculto a la vista de todos. Las muertes de dos alemanes viejos y olvidados lo ponen de nuevo en marcha, de la mano del citado Vignoli y su ad later Urueña, un reservado colaborador informático de la policía. Historias clausuradas. Muertes olvidadas. Reliquias de otras guerras y parte de muchas vidas oscuras que salen a la luz; dentro de la paz de esa ciudad tranquila del sur de la Provincia de Santa Fe.
A nadie le resulta raro el clima de paranoia y desconcierto que puede despertar una enfermedad. Menos, la idea de que esa enfermedad pueda derivar en una invasión de zombis. Ya sea en el mundo real o en las series que todos citan, ambos conceptos nos saben a lugares comunes. Pero, ¿qué pasa si eso mismo es contado desde el punto de vista de una pareja preocupada por los pañales de su beba? ¿O por el hecho de que el fuego de la relación se ha perdido y no saben qué hacer de esa vida juntos, para nada excitante? Este contrapunto es lo que subraya la originalidad de El viento de la pampa los vio, novela de Juan Ignacio Pisano, escrita antes de El último Falcon sobre la tierra. En sus páginas, el autor inventa un nuevo género: el del “terror gauchesco”. La llegada de un extraño mal que vuelve (aparentemente) loca a la gente sorprende a Hilario, Amalia y la pequeña Mara en plenas vacaciones en Las Grutas. De esa quietud adormilada, pasamos a una road movie rockera en donde la acción se combina con dos padres que arman, en la intimidad, un mundo en donde criar a su beba. Claro, siempre que pueden escapar del malón zombificado que cada tanto emerge, en muchos casos, a la manera de cuadros grotescos que no retacean lo horroroso. Pisano recurre a cierta compasión y amor familiar que hace juego con la sangre, los rostros desencajados por el hambre y la sensación de que todo momento es el último. Porque quizás lo sea. Resta leer el libro para averiguarlo.
Fernando Bogado
Javier es músico y vive en Madrid acosado por el recuerdo borroso de una mujer y por un sueño donde golpea el portón de un cuartel. A cada recuerdo le recrudece la picazón de las dos heridas que tiene en la cabeza. Un día, mientras trabaja en un crucero, alguien lo reconoce pero lo llama con un nombre errado. ¿O no? Javier intenta seguir con su vida hasta que su esposa lo deja por su mejor amigo y ya no tiene más excusas. Entonces vuelve a Rosario para comprobar si esa mujer que sueña existe de verdad. Allí vaga sin rumbo. Decidido a regresar a Madrid es reconocido por la calle y el pasado se rearma ante sus ojos pero no de la forma esperada. Así se va escribiendo otro presente, grotesco pero real y donde “siempre es ahora”, según repiten otros personajes. Ahora Javier debe lidiar con ese presente donde se destacan villeros que filosofan y citan a Borges, amigos borrachines que podrían tener la clave de ese pasado atomizado, un ominoso auto abandonado en un garaje, canciones que reflotan del olvido y mujeres despechadas, a veces con razón y a veces no. Chiabrando escribe una novela trágica y a la vez divertida, con el pasado como tema y el marco histórico de la violencia institucional que comienza a desperdigarse, casi gratuitamente, casi como una broma, en esa sociedad donde siempre es ahora.
Siguiéndole la corriente al título -o a una parte-, los primeros relatos de este libro podrían leerse como cortometrajes o escenas desordenadas de una película más larga. A medida que avanzamos vamos armando una gran escena familiar. Una que se desarrolla en el corazón del campo argentino: podemos sospechar esa Santa Fe agrícola adonde fue a parar buena parte de la oleada inmigratoria de fines del XIX y principios del XX. Un corazón todavía no contaminado por la soja ni el glifosato pero ya amargo y cruel; lejos de la caricatura simpática de Molina Campos. Un paisaje que se construye con trazos por momentos líricos y hermosos, pero que es también -sobre todo- el escenario de la violencia: de hombres a mujeres, de padres a hijos, de hermanos a hermanas, de niños a animales. No hay nada apacible en esta ruralidad descarnada y hostil con quienes la habitan y la penetran a fuerza de arado. La Juanita es el personaje que vertebra estos relatos y, en la segunda parte, ¿la del detrás de escena, el fuera de cuadro? se convierte en el alma mater del libro. A partir de fotografías del album familiar, en un tono confesional, más despojado de los artificios de la literatura, se completa la película narrada por su nieto.
Ficción y documental al mismo tiempo La Juanita. Su película, le da un golpe de aire fresco a la llamada narrativa autobiográfica.
Selva Almada
Algo imposible en las cosas es, acaso, el mejor título para conjugar los doce relatos que componen este libro. En efecto, los personajes que habitan estas páginas evidencian esa imposibilidad: el horizonte como abismo, la felicidad como evocación alucinatoria de una inexistencia. Los personajes quedan ahí, al interior de cada cuento, en el centro de cada escena, aleteando en el silencio. Damián Pulizzi tiene la magistral habilidad de no limitar el alcance de los cuentos: no los banaliza, no los rompe; los deja ahí, a la intemperie, a que sigan diciendo. Son pinceladas que dejan todos los desgarros a la vista y nos regalan, al final del camino, un cuadro imprescindible sobre la herida de estar vivos.
Mariana Travacio
El libro de Beatriz Pustilnik: Nosotros, los de entonces comienza con un abuelo poeta. El zeide le revela a su nieta que un poema no está solo en los olores de la tierra sino que se desdobla y puede esté escrito en las estrellas. Tiene razón, un poema es una constelación. En este libro, como decía el zeide, las palabras poéticas son como las estrellas: “Siempre brillan, aunque esté nublado, se agazapan detrás de la bruma y titilan sin que las percibamos”.
En la novela, la historia del país también se desdobla. Son los tiempos duros de represión y muerte en el país. En las calles de la ciudad, los Falcon silenciosos circulan cargados de amenaza y de muerte. Al mismo tiempo, una compañía teatral de jóvenes representa obras de teatro en las villas. El espacio teatral es un espacio de libertad.
Una contratapa siempre es mezquina. Pero esas dos escenas donde la historia se desdobla en: Nosotros, los de entonces, confirman que una escritura poética, sin excluir el humor, puede contar una historia tremendamente real.
Luis Gusmán
El afortunado lector de estos relatos de María Bohtlingk podrá sentir, a medida que se adentra en ellos, que su protagonista, más allá de sus diversos nombres y máscaras, es siempre la misma: un ángel (dicen que los ángeles no tienen sexo, pero ésta es mujer sin duda, dicen que son celestes, pero ésta es también terrena) que atraviesa volando los cielos de la niñez para luego aprender a saltar, caminar y a veces arrastrarse con las alas plegadas a través del escabroso terreno del trabajo, la pareja, la maternidad, intentando recuperar el vértigo del vuelo perdido en las permanentes mudanzas de país o en los vapores del alcohol; y que elevándose y estrellándose una y otra vez, termina reencontrándolo en la ficción, ese escondite donde desde la más temprana infancia aprendemos a guardar todo lo que necesitamos preservar de la destrucción.
Carlos Gamerro
Ámbar, una mujer con el corazón roto, su amante casado y el sobreviviente de una tragedia aérea argentina que ha perdido la memoria, son los tres ejes por dónde corre esta novela. Este último protagonista, pasajero del dramático vuelo 3142 de LAPA, sufre sucesivas crisis que lo llevan a transmutarse en mariachi, playboy norteamericano, enfermero brasileño y muchas personalidades más con las que vive aventuras increíbles.
La historia incluye a una suma de personajes hilarantes del submundo del periodismo cultural de un periódico cuya nave madre está situada en un barrio suburbano que no es por completo Rosario y tampoco es Buenos Aires.
Todo buen texto plantea preguntas, y Ámbar quiere dejar algunas. Aquí las preguntas giran en torno a la memoria y el olvido: ¿qué dura más?, ¿en cuál de los dos vive el dolor? ¿qué clase de hélice mueve el tiempo? ¿se puede amar en la desmemoria?
Quien se adentre en la historia no saldrá indemne: el mundo se divide, parece decirnos, entre los que buscan perdidamente ser amados y entre los que apenas se interesan en amar a alguien. En uno de esos dos grupos, seguramente, se inscribirá el lector.
Quizá la sabiduría del olvido sólo les sea posible a quienes han vivido una experiencia intensa, y en toda experiencia intensa se cifra el enigma de un relato. Son borrosas las fronteras entre la vigilia y el sueño, entre la complicidad y el amor, entre el viaje y la imposibilidad de moverse, entre la hazaña y el fracaso, entre el recuerdo y lo que las revistas dicen de esos recuerdos imborrables. Así lo muestra Vázquez a través de una prosa ágil y de tramas envolventes. En las historias de Cristian Vázquez hay encuentros fugaces, lugares fantasmagóricos, miradas que revelan deseos, recuerdos inciertos; hay parejas insomnes, hombres sin dinero en las barras de los bares, viajeros curiosos y mujeres que sueñan con casas familiares. La huella de lo extraordinario se pasea por el mundo cotidiano y produce incertidumbre. Los personajes parecieran buscar el momento exacto en el que se decidió el sentido de sus vidas y el lector, cautivado, entra en ese juego de las pesquisas; observa, al igual que lo hace un detective, el signo que anticipe de qué lado caerá la moneda, el gesto o la palabra que dirán algo más de lo que pretenden decir. Entre lo velado y lo prodigioso, con prosa elegante y precisa, más que en lo elidido o en lo que se dice, la tensión de las historias se sostiene en la maestría de las sugestiones y en la capacidad de dar con el instante en que se vive una historia.
Martín Lombardo
Como las flores del árbol africano, cada historia de este libro despide un delicado aroma, suave pero intenso, que intuye y comprende los contrasentidos de la vida. Los relatos están transidos de humanidad y de una cierta ternura que a veces, como la vida misma, roza la crueldad y el absurdo, como un cartón mal pintado. Sin embargo, y pese a las desgarraduras del alma, los textos destilan una bruma de mar en calma, un celaje poético que todo lo impregna y que nos invade. Sin pretensiones, sin justificaciones, nos hace salir de la lectura, perturbados por el prodigio de la narración.
La tía le había contado del peregrinar ancestral de su pueblo en busca de algún lugar donde echar raíces y parir hijos, escribe Nadia Isasa, con un tono mítico que, por fortuna, profana la ficción contemporánea. Realidad y ficción son una misma cosa al fin. Porque ambas se contienen, porque ambas se retroalimentan la una de la otra. De este modo lo defiende esta autora en sus narraciones a través de los cristales del caleidoscopio con el que observa. Lo legendario y lo contemporáneo, lo cotidiano y lo mítico conviven en el imaginario individual y colectivo de estos cuentos.
Luisa González, Tarragona (España)
Las Rotas es una novela que desde la mirada de un chico cuenta una terrible historia familiar, como las que a mí me gustan. Este chico cuenta a su familia en imágenes metafóricas donde todos quedan atrapados como podrían quedar atrapados en el alcohol, en las drogas, en el odio, en la demencia. Personajes sueltos, distantes. Una madre piedra, un padre piedra, un hijo piedra, todo así. Pero todos, de una forma o de otra, cambian de piel, son engañadores y son engaños de ellos mismos. Es una novela golpeadora (o golpeada), pero que habla con la voz cantarina y absurda de un chico que aprende a cambiar de piel, también, para encontrarse a sí mismo. Y su mayor encuentro de sí mismo se logra, seguramente, en la voz que encuentra para contarse. Con esta novela David Muchnik engendró una nueva mirada sobre las cloacas de la vida familiar.
Félix Bruzzone
Estas son las tierras bajas. Las del barro. Las que se inundan. Donde nada crece ni funciona. Donde las baterías de la civilización están en sus últimas líneas y hasta el lenguaje se acaba. Allí algunos no hablan, no pueden o no quieren. Todo se raciona. Y día a día las pandillas de chicos en bici o a caballo se disputan el control de la zona. En cuanto uno asoma cabeza, hay otro listo para cortarla. En el medio de las cruzadas barriales, la gente sobrevive. Trata de no llamar la atención. De hacerse invisible. Pero la narradora tiene un problema: un poder. Sabe leer y escribir, y debe poner sus servicios a alguna de las bandas en guerra. Peor aún, en un mundo en el que los autos son una rareza, aparece un vehículo tan extraño como un animal mitológico: ¿el último Falcon de pie? El abuelo, un ex corredor de Turismo Carretera, es quizás el único capaz de devolverle la vida. El último Falcon sobre la tierra nos cuenta nueve días de una comunidad extraña, marcada por la tragedia y las catástrofes, pero también por nuevos comienzos. Porque, como dice la narradora: “La esperanza adquiere a veces unas formas muy extrañas”.
Leandro Ávalos Blacha
La Reina del Plata y la Ciudad Condal están hermanadas por la humedad, que en verano sofoca y en invierno cala hasta los huesos. Por las oleadas migratorias, que les dan a ambas ciudades un carácter inquieto, temerario y audaz. Y por su grandiosa tradición literaria.
Quizás no haya en el mundo otras dos urbes tan alejadas en lo geográfico y tan unidas en lo cultural como Barcelona y Buenos Aires. Esos once mil kilómetros se trazan y de- saparecen en los veintidós cuentos de este volumen, narraciones escritas por celebrados autores y autoras que residen a ambos lados del charco, voces contemporáneas que ofrecen su singular visión sobre las ciudades de Pepe Carvalho y La plaza del Diamante o de Emilio Renzi y El Aleph.
El Paseo de Gracia se cruza con la Nueve de Julio, la Rambla termina en la Plaza de Mayo, y lo fantástico, lo pro- caz, lo furibundo, lo amoroso, lo entrañable y lo melancólico confluyen en este punto mágico donde las distancias se borran.
Once mil kilómetros en veintidós historias
Hugo Salas, Mariana Travacio, Juan Vico, Tatiana Goransky, Mariano Quirós, Marta Orriols, Matías Néspolo, Marta Carnicero, Félix Bruzzone, Verónica Nieto, Sebastián Chilano, Aleko Capilouto, Franco Chiaravalloti, Graziella Moreno, Sonia Budassi, Martín Felipe Castagnet, Tamara Tenenbaum, Rodrigo Díaz Cortez, Roser Amills, Patricia Kolesnicov, Diego Gándara y Josan Hatero.
Los escritores, tarde o temprano, debemos rendir cuentas; dar la cara por personajes que posiblemente detestemos. Asesinos, estafadores, depravados, locos, pederastas, violadores y suicidas. Sobre todo suicidas. Suelo ser interpelado acerca de esa costumbre que tienen los protagonistas de quitarse la vida, si acaso no expiran trágicamente, casi sin excepción.
Lo que a priori podría sugerir ser una manía literaria psiquiátrica, para mí es apenas un reflejo fisiológico. De nada sirve intentar explicar racionalmente un impulso casi digestivo, esa necesidad urgente de vomitar palabras como paliativo a un proceso de fermentación visceral. La recurrencia en mi prosa quizás sea un mecanismo de defensa, mi modo orgánico de purgar las esporas tóxicas de la realidad, un desahogo existencial que perfectamente podría prescindir del psicoanálisis.
O tal vez no. Existe esa posibilidad de que efectivamente yo sea un energúmeno en potencia, una sintomática amenaza social que presagia un destino fatídico a través de su lóbrega narrativa. En el mejor de los casos, un suicida, pero no podemos descartar, bajo ningún punto de vista, que sea un homicida literario y usted se convierta en mi próxima víctima.
El autor
Nueve cuentos de terror en los que, con gran soltura de lenguaje, momentos de suspenso, humor y finales inesperados, el autor nos hace conocer las diferentes formas de la muerte.
Se reúnen en esta Antología Puente dieciseis cuentos escritos por: Alejandro Pereyra, Yolanda Tejero Marentes, Mariana Travacio, Roberto del CasTar, Valeria Correa Fiz, Victor Langa Godino, Sebastián Rogelio Ocampo, Nuria Sierra Cruzado, Agustín González, Eva Manzano Plaza, Felicitas Maini, Adrián Gualdoni, Federico Ferroggiaro, Carmen Sogo, Rodrigo Roger y Carmen Dorado Vedia.
Las ficciones creadas a uno y otro lado del Atlántico, conforman una obra coral única. Voces de diferente timbre, tono e intensidad se hacen escuchar con fuerza de Rosario a Madrid y de Madrid a Rosario a través de un puente literario que derrumba fronteras simbólicas y territoriales.
Baltasara Editora
“(…) En la elección del título de esta antología, que busca tejer un entramado de ficciones, el idioma es la argamasa. Y así viajamos, de una ciudad a otra.
Sobre el río fugitivo, nos encontramos”.
Clara Obligado
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La Ley Muia dice: La vida resuelve sola, siempre.
Evidencio Triputti, investigador privado, pasa un fin de semana en la laguna El Hinojo, cerca de Venado Tuerto. Una imagen absurda detrás de una ventana de Hotel enciende sus alertas.
Las ausencias de Don Ataliva Bustamente y Alejo Gaitán dan que hablar. Nada es lo que parece.
Triputti permanece en la ciudad decidido a seguir su corazonada. A la vez que investiga, se debate en desentrañar cuándo es útil soltar el rigor y cuándo es necesario recurrir a la Ley Muia.
Un dilema privado entre la validez o no de levantarse más temprano; porque a veces madrugar está bien y otras veces, no se amanece más temprano.
La crónica o relato de viaje nace con la marca del asombro y la impotencia. Es la búsqueda de una palabra que no existe para describir algo que no se entiende. China reúne crónicas de viajes que narran situaciones ocurridas en ciudades de América, Europa y Medio Oriente.
El cronista de viajes intenta ordenar los caprichosos juegos de luces, sonidos y otras sensaciones difusas que lo asaltan en el mundo y sus engañosos, guiñolescos rincones.
El resultado de su trabajo deja una huella: el vestigio de una mirada que necesita la mirada cómplice de los otros para compartir sus asombros.
El viaje y la otredad son hoy productos del mercado. Y el mercado, en la era del neoliberalismo triunfante, es una nebulosa en expansión que pretende convertirlo todo, hasta la experiencia humana más íntima, en mercancía.
En el mundo se encuentran personas, fantasmas y objetos que dan cuenta de la lucha entre la intimidad de la experiencia humana y la prepotencia del mercado.
Los textos que integran China surgen del trabajo de poner en palabras esa lucha.
Como una aparición, el cronista recorre la ciudad. Poco importa si su mirada está subrayada por el yo, o escondida en el relato en tercera persona. Es el cronista el que mira, el que elige dónde iluminar y qué dejar en penumbras. Él encuentra un trazo comunitario en un barrio reciente, donde las mujeres se las ingenian para enredarse, aún cuando el trazado urbano las expulse al aislamiento. Es también él quien se deja llevar por los acordes del tango en la milonga, el que se sumerge en la historia de los desbordes del Ludueña y reactualiza aquel viejo graffitti de los 80: “Me voy a vivir a Empalme Graneros. Firmado: Aquaman”. Es también el que ronda con las eternas Madres de la Plaza 25 de mayo en su incesante ejercicio de traer el pasado al presente. ¿Cuánto dura la memoria? Se pregunta Pablo Suárez justamente en ese relato. Una respuesta posible es que permanece mientras haya alguien dispuesta a hacer foco, a hacer vivir un acontecimiento en sus palabras, que mantendrá su vigencia en tanto haya quien pueda encontrar cómo decirla. Eso es justamente lo que hace Pablo Suárez en estas crónicas que colorean de otra manera la cotidianidad de una ciudad que es la de quienes la habitan, sí, pero es también la que él descubrió.
Sonia Tessa
Por el país de la infancia transitan los monstruos. También las hadas, y los bosques encantados, pero sobre todo los monstruos, animales de aliento hediondo y colmillos afilados como el que acecha a Marina. La tía Eugenia, quien la acoge junto a sus dos hermanos tras la muerte de su madre, está cubierta de cicatrices que solo son visibles a través del reflejo del televisor, y la protagonista también tiene heridas que los demás no ven pero que son ciertas, porque duelen. Marina es mayor que sus dos hermanos y cuenta con la madurez necesaria para dudar de sus fantasías, pero ¿cómo es posible que deje marca aquello que solo imaginamos?
Cosas que no existen más nos brinda una elocuente reflexión sobre el duelo y la pérdida a través de un entramado narrativo en el que la realidad se vuelve tan porosa a lo fantástico que los límites se difuminan. Página a página, avanzamos hacia una disolución total de las barreras que nos separan del mundo donde habitan los monstruos, pero dicha disolución no implica necesariamente un trauma. De hecho, podría ser la clave para superarlo.
Aixa de la Cruz
Lo primero que llama la atención al comenzar a leer La tierra firme es la limpidez del lenguaje, luego atrae el tono de esa voz que parece ser cómplice de nuestros ojos lectores, y enseguida se percibe la sólida construcción de un universo del que es difícil salir. Ya en un libro anterior, Archivos de Altazar, Aimino había trazado con notable solvencia los márgenes de esta clase de universos. Algo tienen estas dos novelas en común, lo que sin duda habla de la edificación de un estilo y el hallazgo de una voz personal, y tal vez también de la capacidad de envolvernos con el entramado de una historia que nos hace partícipes de este sugestivo modo de narrar. La seducción del lenguaje se apoya en el despojamiento y la palabra justa, un lenguaje que juega discretamente empleando anacronismos que nos ligan al tiempo en el que se desarrolla la historia, en la que no faltan barcos, hombres de mar y otros personajes de envergadura, milagros inesperados, transgresiones al orden social, abolengos y un final donde la tortura inquisitorial bucea con talento en la condición humana llevándonos casi al nivel del estremecimiento.
En esta novela ambientada en el siglo XVI, con tramos de intenso lirismo que sin embargo no le restan efectividad al devenir de los hechos, donde puede rastrearse la tradición literaria de Libertad Demitrópulos y Antonio Di Benedetto, los personajes de Juanfuegos Uztáriz , su hijo Hernando de la Sienra, escribano y poeta, y finalmente su nieto de sangre india: Kebayaikin, van sosteniendo sucesivamente una trama tensa, con economía de recursos, en la que se destaca una cuidadosa reconstrucción de época. Sin embargo, por la revalorización de vocablos, modismos y arcaicos usos gramaticales, el registro de tres idiomas diferentes: latín, español y abipón, quizá no sería desacertado afirmar que es el lenguaje el hilo fundamental de la historia donde el valor de la palabra sella con peso propio una cultura que apenas trazó sus primeras marcas sobre la naturaleza.
Irma Verolín
Reunir en un libro un conjunto a primera vista heterogéneo de relatos es proponer un viaje a la deriva, sin mapas ni brújulas, que no siempre conduce a un puerto conocido. Sin embargo, las obsesiones, los temas y las búsquedas recurrentes fuerzan el armado de series tentativas para orientar el derrotero. Por eso, y en un afán matemático y de equilibrio, deseos por lo general inasibles, Par de seis acopla dos grupos de ficciones bajo los subtítulos: “Lo sólido desvanecido” y “Fragmentos del discurso amoroso”, en un gesto que tiene pretensiones de homenaje. Como sea, y sin voluntad de ser exhaustivo, en los doce cuentos que siguen conviven escritores desconcertados, mujeres polimorfas, imaginerías ucrónicas, proyecciones discursivas y un adolescente asesino. Todos pueden ser amarras de un instante placentero.
En el prólogo de la novela Cita en la espesura de Liliana Díaz Mindurry, escribe Gabriel Guralnik:
“Hay un cuadro que representa el mismo salón donde está colgado, en forma exacta, con todos sus detalles. Refleja todo, menos la imagen de quien está sentado en el centro del salón y se busca, inútilmente, en el cuadro. Como el mapa de un tesoro donde todo pareciera estar señalado, menos el tesoro. Ese extrañamiento es, en sí mismo, el primer indicio del tesoro.
Pilar llega a la casa de Silvio y no parece estar buscando un tesoro. A menos que el límite entre lo geométrico y lo amorfo, el agua clara y el barro, la cordura y la locura, sea un tesoro. Marcos, el ausente, está todo el tiempo con ellos. El juego de triángulos se reproduce en cada pasaje del relato, como si el relato mismo dibujara los ángulos. Los colores –rojo, negro, dorado- los libros que son colores –Agustín, Platón, Kierkegaard- el infinito que son libros que son colores –biblioteca, acuario, barro- dibujan también un cuadro, donde quien se escurre del dibujo no es ya Pilar, sino el deseo mismo.
Las imágenes triangulares se entrelazan unas en otras, unas con otras, a través de un plano donde el bien y el mal también se entrelazan. La segunda persona del singular interpela al protagonista, pero también al lector. El contrapunto del diálogo, cuando aparece en segunda persona, golpea al lector, aunque vaya dirigido al protagonista. El ritmo del relato, vibrante, con cambios de velocidad precisos, obliga a no despegar los ojos del texto hasta el final.
Y es que el misterio atraviesa la novela hasta el último párrafo. ¿Quiénes son Pilar, Silvio y Marcos? ¿Quién disparó los tres tiros? ¿Quién arrastró a quién hacia el homicidio? En la intriga los personajes van formando un dibujo donde lo triangular se vuelve una ordalía de vértices opuestos. La violencia es la paz, la geometría es el caos, el grito es el vacío. La familia de Pilar también parece estar allí, con ella y Silvio, dando cuenta de una historia, de una trama que no pertenece a quien la vive. La defensa inútil del boxeador vencido, el saber vacío de la bióloga autoritaria, la espesura como última barrera de protección frente al miedo, frente a lo indecible.
Pero también como parte de lo indecible. Porque la espesura es el abismo indistinto del que nacen las palabras. Es el agua y son las palabras y es el silencio y es el barro. Es el juego de opuestos que se funden y es el espacio entre los lados del triángulo. En esa realidad que se ablanda, que se contamina de palabras, Pilar busca un recuerdo acaso fundamental, que por alguna razón olvidó. Y lo busca con Silvio, o a pesar de Silvio, o contra Silvio. Las imágenes cambian su orden, y en cada permutación revelan algo nuevo. Marcos, el ausente, se insinúa como el operador de la permutación.
Hay narraciones que son como el mapa de un tesoro, donde cada detalle está señalando ese tesoro que se anuncia desde el inicio mismo de la historia. En otras, más sutiles, no hay flechas indicando burdamente dónde se encuentra lo que se busca. El plano muestra todo, menos el tesoro. Se genera entonces una búsqueda, un recorrido que obliga al lector a seguir, a crear con la lectura, y el tesoro aparece en los rincones menos pensados del plano. Porque el plano es el tesoro. Quien logra crear ese relato, es algo más que un escritor. Algo más, acaso, que un poeta. Muy pocos narradores, de tanto en tanto, lo consiguen. Liliana Díaz Mindurry lo consigue siempre”.
“En los cuentos de Sommelier de infiernos se abordan situaciones reales como una entrevista de trabajo, una visita familiar, una niña que acumula mentiras, y tantas otras más, que se van transformando en desconcertantes y terroríficas. Con una prosa despojada de todo artificio el autor nos introduce en un mundo imaginario del cual es difícil salir.
“A lo de la abu Noelia no voy más. Y no porrque sea el lugar más aburrido del mundo: sin tele, sin compu, sin juegos de mesa. Ni muñecas, ni nada de nada. No, a todo eso ya me acostumbré. Si hasta dormir la siesta ya no me parece tan raro como las primeras veces”. Así comienza “Última visita” y sólo al leer los párrafos finales entenderemos el porqué de la negación del comienzo, aunque nos llame la atención una erre propia de un error de tipeo.
“Con un humor sutil y elegante, Cristian Acevedo escribe cuentos de terror que subvierten el género, que lo mejoran. Una buena obra de un autor que vale la pena tener en cuenta”.
Fabián Martínez Siccardi
La poeta y narradora Carolina Musa escribe en la contratapa del libro de cuentos “Anestesia” de Sebastián Bassano:
Una pareja que cuida a un hornero herido, un hombre que no encuentra las partes de su cuerpo, un niño que mata a un pájaro queriendo o sin querer, un anciano al pie de la escalera, un calígrafo que inventa títulos para una mujer, un expedicionario probando diversos ritos fúnebres…los personajes de Sebastián Bassano se mueven en atmósferas raras y hablan cual torrentes en los doce cuentos que componen Anestesia.
“Me gusta escribir como pasatiempo. O sea, para que pase el tiempo, literalmente, para que fluya a los desagües de la memoria” afirma Bassano en “El calígrafo” y este desaguadero de la memoria funciona como estrategia de un narrador obsesivo, “atento a todo”, que pivotea entre la realidad, la fantasía y el delirio.
A través de una prosa que discurre delicada y sobria, en un conjunto tan variado como equilibrado en relación a técnicas formales, donde irrumpen toda clase de elementos fantásticos, Bassano juega con la estructura clásica de este género. Mientras desliza el eje del final sorpresivo, los cuentos decantan hacia un ligero estupor, más al modo del realismo; como si el narrador, cansado ya, decidiera de pronto hacer otra cosa.
El escritor José María Brindisi escribe en la contratapa del libro de cuentos Cotidiano de Mariana Travacio:
“El mundo no acaba con un estallido, ya lo sabemos por T. S. Eliot. ¿Pero de qué trama está hecho ese quejido que es a veces un final, la disolución de algo, y a veces sólo un rumor, un ronroneo interno que reverbera en cada rincón de la mente y no deja respiro?
Los cuentos, las voces de Mariana Travacio transitan por esa estrecha franja, cuya única escapatoria parece materializarse en las dos caras de una misma moneda: la locura o el olvido, últimas estaciones de un viaje que con frecuencia apenas se inicia. La ajenidad o extrañeza de esas voces las vuelve peligrosas; exageradamente controladas, se hunden sin embargo en la desmesura sin darse cuenta, como si retardaran algo que sólo puede derramarse en la fatalidad.
Quizá haya un rasgo que defina la escritura de Travacio como ningún otro: ese rasgo es la angustia. Y si esa angustia se vuelve omnipresente para sus personajes no es porque distorsione la realidad, muy por el contrario: es porque anida en cada gesto, en cada movimiento. En el silencioso fluir de lo cotidiano”.
Sobre su novela escribe Elena Tardonato Faliere:
“Escribir esta ficción fue para mí como seguir una música. Amalgama de lo excepcional y lo cotidiano, lo arbitrario y lo común en resistencia a lo serio. Imaginé un tejido —o quizás él me imaginó a mí— en el que la historia y las situaciones de los personajes me llevaron a acumular detalles, a multiplicar estructuras, y especialmente, a recuperar lo cotidiano, lo contingente, para hacerlo irrumpir en un allegro de situaciones por momentos divagantes, insólitas y, finalmente, liberadoras.
En búsqueda de nuevas oportunidades, la protagonista de esta novela —de este viaje— se aventura por caminos que nunca antes hubiera imaginado, y escribe, sin proponérselo, la historia más antigua: la historia de una partida y un retorno que nos trae de vuelta hacia nosotros mismos”
Dice el autor de su libro: “De la peripecia extravagante de un escriba ignoto a la rutina del reparto de aceite por las calles lluviosas, pasando por una reunión de viudos que juegan a una forma de la eutanasia; de la patética inferioridad del colonizado que consume la cultura extranjera a las utilidades borgeanas para el ensayo sobre un poeta local, pasando por el inquietante trastorno de uno al que se le torna imposible volver a leer; del extraño procedimiento para un servicio funerario al descubrimiento de una aciaga paternidad, pasando por la desnuda tiranía de la escritura que prepara un acontecimiento urbano y coral, los relatos aquí reunidos pretenden abarcar diversos mundos y perspectivas. En cuanto a lo formal, algunas variaciones léxicas y sintácticas suponen desfigurar lo inevitable de un tono y un estilo que a la fuerza se va enquistando en quien escribe. Me han acusado siempre de lisonjerías algo barrocas, hasta de niñerías preciosistas en el placer de confundir o hacer complicada la lectura, de elegir la curva antes que la recta para llegar al objetivo. Espero que esos escollos no sean traspiés que hagan huir a la lectura, sino más bien un desafío convencional del divertimento de leer. De los nueve «cuentos» la escritura de cinco de ellos trajinó un período de casi veinte años, mientras que los cuatro restantes se fraguaron entre 2012 y 2014. Por este motivo, quizás, sería adecuado señalar al conjunto como una personalísima primera antología”.
“Novela del género fantástico con varios emblemas sobre la circularidad del tiempo, enlazados con los temas de la dictadura. Muy bien escrita y muy bien anudada en su estructura, a través de los temas recursivos que se resignifican”. (Del informe de la jurado del Concurso Nacional de Novelas “Municipalidad de San Martín 2010” Liliana Díaz Mindurry)
Novela filosófica de la cual dice Lila Siegriest: “…Son los Quarantas, los múltiples Manueles, que aparecen desde la narración de sus seres queridos. Se recrea un pasar y se delega, a los testigos compañeros de vida, la autobiografía. ¿Quiénes podrían escribir sobre un muerto gris sino sus deudos? ¿Cómo sería la vida de los otros sin la de unos? ¿Una muerte es el final de algo? NO. Quaranta saético se zambulle en un yacimiento overdrive que el mismo alimenta y configura. La muerte termina por separar lo que nunca estuvo unido y aglutina lo indiscutible….”
En Wachi book se narra la historia de un pichón de paloma que una tormenta arroja inesperadamente en la casa de un escritor. La vida familiar se irá transformando a medida que el pájaro crezca generando hechos reales e imaginarios que lo tendrán de protagonista.
Acerca de la novela Aunque ella nunca se entere ha escrito Jorge Cohen:
“Desde el título, la novela de Silvia Tombolini invita al lector a meterse en el texto y descubrir quién no se entera, y de qué. Y es la lectura la que da respuestas, en un relato de estilo clásico, fluido y con un lenguaje no sofisticado, que utiliza todos los recursos del género, diálogos, la primera persona y la tercera, con cambios que mantienen la tensión y la atención sobre Violeta, la protagonista; y sobre su entorno familiar contemporáneo y el del pasado, que se ubican en un mismo plano. Es ese múltiple entrecruce el que le da entidad a la novela, en el que la autora mantiene un equilibrio narrativo que nunca pierde credibilidad. Hay también una marca urbana que hace su aporte a la identidad de la trama y es esa casa en la que vive Violeta, cuya ventana mira al Bulevar, y a esas hojas que vuelan hacia el cielo de Rosario.”
Unas vacaciones, una bolsa con dinero olvidada, un cadáver por identificar, la vida en una gran ciudad de inmigrantes indocumentados, un empleado bancario, son parte de algunas de las escenas cotidianas a partir de las cuales Natalia Massei construye los relatos del presente volumen. Un sutil entramado de situaciones, de las que no está ausente la primera persona en diálogo con otros personajes, envuelve al lector haciéndolo partícipe de la ficción.
Marcelo Scalona, en “Prólogo” de este libro, describe la escritura de Massei por :
“… la exactitud de la articulación (el laconismo dibenedettiano), la reticencia a la mani-pulación, la obviedad o la fantasía pueril, cierta ferocidad y contundencia en lo histórico, el punto de vista del coraje y la dignidad, y un velo de suave desaliento chejoviano capaz de hacer de una historia negra una pieza lírica, de gran ternura implícita, aunque felizmente, siempre, contenida, justa.”
Maraña es el quinto libro que se incorpora a la Colección Narrativa de la editorial. Su autora, Natalia Massei, ha integrado la antología de cuentos ROSARIO: Ficciones para una nueva narrativa que publicáramos en 2012.
Los escritores que integran esta antología pertenecen a una misma franja generacional, tienen todos alrededor de 30 años y componen su obra en y desde la ciudad de Rosario. ¿Qué es lo que los motiva a escribir? ¿Desde dónde construyen sus ficciones? Agustín Alzari abre su cuento con una maestra jardinera que se amotina tomando de rehenes a sus pequeños alumnos. En el relato de Federico Ferroggiaro lo que predomina es el río marrón, el espacio entre Rosario y las islas; quien lo atraviesa es un mensajero que encontrará lo brutal en ambas orillas. El Niño C narra crueldades micropolíticas de un mundo de adultos asediado por la muerte y una economía devastada. Francisco Pavanetto crea un mundo en guerra donde los personajes son humanos y animales caricaturizados que luchan por salvarlo de su extinción. Natalia Massei deja caer un muerto en el patio del departamento de uno de los personajes, quien ya tenía programada una cita que no piensa modificar. Matías Piccolo también juega con los muertos pero lo hace de una forma mágica, en la que un brebaje puede ser la última vía de acceso posible a la felicidad. Por último, el cuento de Sebastián Bier, quien en la descripción de los días construye una ficción de situaciones y acontecimientos de la vida cotidiana de un joven que disfruta de las drogas, del cine y del rock.
En esta antología, el lector encontrará una amplia mirada de la narrativa joven producida en Rosario en los últimos años.
Se suma a la Colección Narrativa de la editorial En el cuerpo quién sabe” de Carolina Musa. La obra contiene siete cuentos en los que el paisaje del interior profundo de la Argentina se entremezcla entre realidad y ficción.
“El Mago hubiera preferido regresar de noche, en un tren que atravesara la oscuridad de la pampa, interrumpida apenas por las luces de algún rancho lejano, por los faroles de una vieja camioneta, por la fantasmal luminiscencia de los animales muertos en los bajíos. Se soñaba acunado por un vagón oscilante, sintiendo el golpeteo rítmico sobre los rieles, cubriéndose a medias del aire húmedo y frío que entraría por la ventanilla, sin embargo abierta. Y con el alba apenas insinuada, vería cómo la luz blanca de la locomotora enciende las copas de los álamos, y escucharía el silbato agudo cortando en dos el aire y anunciando ya llega el Mago, ya trae la lluvia que esperaban. La nave clavaría sus frenos sobre las ruedas del hierro, resoplando y tensándose hasta quedar inmóvil. Entonces oiría el tañido de la campana y bajaría al andén de ladrillos rojos, cargando su pequeña y anticuada valija. Observaría al maquinista y al foguista charlando con el jefe de estación, caminaría unos metros hasta el cartel de hierro y tocaría con la punta de los dedos las letras despintadas para confirmar, como si fuese un ciego, que está otra vez allí, después de treinta años. Y una vez que el tren partiese, cruzaría las vías entre los últimos humos blancos de la locomotora y los primeros vapores de la escarcha derritiéndose. Después sólo le quedaría caminar hasta la plaza y esperar a que el bar abriese sus puertas.
Pero ya no había trenes a Ibarluxea cuando, parado al borde de su vejez, se animó a regresar. Y no era de mañana sino de tarde cuando bajó a la ruta, y los humos soñados, blancuzcos, fueron reemplazados por el oscuro vómito de un motor gasolero. Aparecieron dos perros, que no había previsto en su arribo imaginario, bastante bien alimentados y amigables. Eso lo tranquilizó. Comenzó a caminar hacia el norte, en dirección contraria al pueblo y lo acompañaron como un séquito disciplinado y atento, con las colas en alto y las bocas jadeantes, con el tranco ágil y preciso. Llegaron a un paso a nivel; cien metros más adelante, a la estación abandonada que se escondía tras la grisura de los silos: el cartel con sus letras despintadas todavía estaba allí, a un costado del andén.”
Fragmento de la novela de Alejandro Hugolini: Llueve sobre los rieles. (Baltasara Editora 2014)
Fragmento del Prólogo, por Beatriz Vignoli
“En un cuento de Pereyra, un mismo nombre puede nombrar a dos personas distintas. Al ser enunciadas en el interior de otra ficción, las ficciones de Pereyra constituyen engaños en su propio nivel de representación, mentiras con las que el narrador se burla de los otros personajes; pero cuando se las lee anamórficamente (vale decir, al sesgo: estos textos requieren de una lectura barroca, alegórica, al sesgo) lo que aparece es una verdad profunda como la que brota del inconsciente mitopoético puesto a producir bajo las leyes del sueño. Se trata menos de un juego de cajas chinas que de cadenas de relatos: relatos en guirnalda, en daisychain, en metonimia disparada al infinito. Se sostiene Pereyra en las tradiciones de la fábula y el nonsense latinoamericano que abrevan en las Mil y una noches. Se sostiene y también disfruta de caer, como un equilibrista posible en su circo nocturno. Pero no cae para fracasar sino para derramarse en nuevos significantes.”
Los escritores que integran esta antología pertenecen a una misma franja generacional, tienen todos alrededor de 30 años y componen su obra en y desde la ciudad de Rosario. ¿Qué es lo que los motiva a escribir? ¿Desde dónde construyen sus ficciones? Agustín Alzari abre su cuento con una maestra jardinera que se amotina tomando de rehenes a sus pequeños alumnos. En el relato de Federico Ferroggiaro lo que predomina es el río marrón, el espacio entre Rosario y las islas; quien lo atraviesa es un mensajero que encontrará lo brutal en ambas orillas. El Niño C narra crueldades micropolíticas de un mundo de adultos asediado por la muerte y una economía devastada. Francisco Pavanetto crea un mundo en guerra donde los personajes son humanos y animales caricaturizados que luchan por salvarlo de su extinción. Natalia Massei deja caer un muerto en el patio del departamento de uno de los personajes, quien ya tenía programada una cita que no piensa modificar. Matías Piccolo también juega con los muertos pero lo hace de una forma mágica, en la que un brebaje puede ser la última vía de acceso posible a la felicidad. Por último, el cuento de Sebastián Bier, quien en la descripción de los días construye una ficción de situaciones y acontecimientos de la vida cotidiana de un joven que disfruta de las drogas, del cine y del rock.
En esta antología, el lector encontrará una amplia mirada de la narrativa joven producida en Rosario en los últimos años.